Hay historiadores y viajeros por la historia. Soy uno de estos. Creo que tiene su función.
Vayamos a un
inicio distinto a los planeados: las columnas de Hércules o Melkart, si quieren, en 1325. Más bien,
a un centenar de kilómetros al oriente de ellas, pues nuestro guía, Ibn Battuta,
abandonó hace días la ciudad erigida frente a aquél brutal encuentro del Mediterráneo
y el Atlántico, en la cual nació: Tánger, desde cuya costa aledaña puede distinguirse Europa.
Empezaría así a cubrir tres veces la distancia que hará
famoso a Marco Polo, el paisano de Cristóbal Colón cuyo diario de viajes
alimentará el descomunal apetito en quienes dirigirán la conquista del Nuevo Mundo.
No
conozco Argelia más por el breve paseo que hice por su capital, una gran película y las descripciones de diarios más o
menos contemporáneos a la época en la cual estamos. Para ayudarme busco
fotografías y redondeo la
imagen de una tierra mágica. Battuta, nuestro personaje, descansa en una
llanura cerca del mar, que en estos tiempos no cultiva la
agricultura. Parece el eco del desierto del Sahara, muchos kilómetros
a sus espaldas. En las fotos la tierra es rojiza y le crece una rala
hierba.
Por aquí las caravanas, como en esa que marcha ahora pagando por ello, pasean hace cuatro mil años quizás. Las dirigen
los
bereberes seminómadas, cuyos rostros en las estampas de mi computadora
muestran como seres salidos de un cuento. Visten túnicas muy bellas en
su sencillez y se
cubren la cabeza y parte del rostro con telas de colores vivísimos:
azules,
anaranjados, rojos. Sus miradas guardan secretos que les dejan
innumerables
generaciones transitando a veces sin encontrar a nadie en días o
semanas.
De no ser noche al
fondo nuestros ojos distinguirían el mar, y el cielo sólo se iguala en
riqueza al de los sioux del Niño de Piedra, a quien me referiré después antes. Sin duda
como éstos, los pastores trashumantes guían más sus jornadas por el mapa de estrellas que por el ciclo solar.
El perfume de los árboles
de dátiles lo conozco bien, porque a cachos pasé mi infancia cerca de ellos. Emborrachan
un poco, ¿saben?, de dulcísima manera.
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Saltemos
cuatro siglos para encontrar al costado norte del Mediterráneo a un
hombre singular para su época. Se llama Miguel de Montaigne y está en el
estudio donde huye de su especie, pareciera, al fondo de una rica
casona. La ciudad se llama Burdeos y
pertenece
a la Aquitania francesa, en la frontera con la España vasca. Nada más
sé de ella y es una pena pues la región tiene una riquísima, enigmática historia,
como cualquiera, dirán ustedes, y supera la norma, según creo. Hay
muchas cosas allí que servirían a nuestros intereses y debo pasar de
largo.
Montaigne
crea un nuevo género literario: el ensayo. Así, Ensayos, se llama la
obra que escribe cuando queremos dar con él. Uno de los trabajos que van
allí contempla asombrado la expansión ultramarina europea, que en esta
primera etapa se concentra en la no hace mucho conocida como América,
que también llaman Indias Occidentales en memoria y continuación de los
delirios de Cristobal Colón y quienes lo apadrinaron. Imaginación sin
control, ésta, que nace con Marco Polo.
Don Miguel, el francés, dice entonces unas líneas soberbias: “Nuestros
ojos son más grandes que nuestros estómagos, y nuestra curiosidad mayor
que nuestra capacidad de entender; creemos asirlo todo y apretamos sólo
viento”.
Para
él eso hacen sus congéneres en el cuarto continente que conquistan a
una velocidad de vértigo. Y el vértigo, creo, es la explicación del
fenómeno perseguido aquí desde la caravana berebere. Bueno, una de las
explicaciones. La otra relaciona íntimamente las palabras de Montaigne
con una frase de Carlos Marx: "Todo lo sólido se desvanece en el aire".
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No dejé a Battuta por accidente, según veremos.
Imposible imaginar el mundo en sus ojos y su cabeza. La religión
no se resume, como lo hará después, a ceremonias con las cuales
se cree comprar un lugar en el cielo, exorcizar ideas de nuestros enemigos
ciertos o inventados, o conseguir trabajo y amor.
Todo, incluidos la ciencia y el pensamiento
empírico, están traspasados por el supra y el inframundo, y la compañía del
dios o dioses de cada cultura y las criaturas maravillosas
acompañan a la gente las veinticuatro horas del día. Por lo demás, el universo
se dibuja de extraños modos en la mente, de acuerdo a donde se nace.
Batutta emula a la larga
corte de viajeros musulmanes que dejan registro de sus andanzas en el peregrinar a las ciudades santas.
No resisto la tentación de la ciudad cuyas murallas
dejó días atrás: Tanger, puerto lindero de la fantasía. A literal tiro de
piedra, la Andalucía todavía joya de la humanidad, por más que no sea ya
la de un siglo antes. Y a sus pies el extraordinario espectáculo de ese Mare
Nostrum precipitándose de golpe al océano, circundante mitad de la esfera
hace buen rato certificada por los estudiosos, como su diario giro, sus polos,
etcétera.
Misterio infinito el de esas aguas de
monstruoso volumen y un exudar a tal punto denso que los rayos del sol no
penetran en él, de acuerdo a un genio a punto de nacer no muy lejos de aquí:
Ibn Jaldun, un "andaluz"
Con sólida formación filosófica, eso le permite ser el más grande
historiador y geógrafo de los últimos siglos, en cuanto confín se busque. Porque aquella sociedad que hoy lo expulsa fue, junto a otra región islámica de siglos anteriores, la más espléndida desde el mundo antiguo, quitando posiblemente a China, gracias, entre otras cosas, a su tolerancia religiosa, que todavía hoy permite convivir a musulmanes, judíos y cristianos.
Para él Tánger ocupa la primera
fracción del tercero de los siete climas de los cuales está
compuesto el Viejo Continente, cuya humanidad, cree, se agota trasponiendo el Ecuador
por el calcinar de la vida a manos del sol -la existencia al sur de
zonas africanas templadas o frías sería factible, y por lo tanto, de vegetaciones,
animales, seres humanos, si al continente, según cálculos en ello fallidos, no los cortara casi de
inmediato el océano.
Después y con una estúpida soberbia reirán de estos conocimientos mientras los reciclan, según veremos.
No puede saberse cuánto la visión de Jabdun circula por la cabeza de Battúta al iniciar el largo periplo. Se
despide de los padres de noble cuna y ocupa el puesto privilegiado en
una de esas caravanas que aprovechan el primer tramo de la ruta
comercial a China.
Los pastores del campo trashumante, a quienes entrevimos, que
completan sus haberes con el pago en especie o moneda por la guía y
protección a los mercaderes y peregrinos, acortan las distancias de esas tierras a
las que acaba de echarse nuestro viajero, de otra forma lentas y trabajosas.
El diario no lleva mayor registro de esas
superficies. Los motivos podrían
entenderse considerando que Battúta escribe al fin de la experiencia,
con un sinnúmero de estampas sobre lugares asombrosos de suyo y en
particular para él y ese occidente del Islam al cual pertenece.
¿Influye también la monotonía aparente? La
exuberancia vegetal es una obsesión para los herederos de los pueblos
árabes y bereberes. Pero a sus ojos los países desérticos o de
nomadismo tienen una extraordinaria dignidad histórica y
religiosa.
Los guardias-pastores de seguro intuyen que
ante los citadinos la naturaleza de estos llanos y montañas enmudece. De
tal modo nuestro viajero parece condenado a caminar sobre la nada y
no lo hace del todo gracias al tiempo, aquí perezoso, que permite a los
sentidos apropiarse de formas, colores, texturas, sonidos, perfumes. Poco a
poco distingue peculiaridades en comarcas a primera vista iguales.
Sin saberlo o confesarlo al menos, constata las divisiones de las cuales
hablará Jaldún. Aprende también hábitos de sus guías y vigilantes y
algo intuye del mundo dentro de ellos. Y con una y otra cosa se acostumbra a los
pequeños cambios, preparándose para los de mayores dimensiones. Aun así, no
pocas veces adelante será presa de un asombro que enfebrece la
mente y le da material con qué fantasear en el diario.
Supongamos ahora que corre la aventura sobre una nave por el
Mediterráneo. Desde luego, lo que mal o bien percibe en la caravana no existiría y en consecuencia no habría mediación entre Tánger y Alejandría,
digamos, el puerto con el cual comienza el encanto del diario. Sin tránsito pasaría de una ciudad donde el esplendor del Islam
occidental cubre el sólido sedimento fenicio y cartaginés, a un adelanto del Medio
Oriente puro.
Compelería entonces el tiempo en términos de un mar lento y usando galeras cuyo uso es muy antiguo y resultan poco ágiles: pesadas y a remos suplidos por velas solo durante ciertos momentos, pues los vientos no tienen la fuerza necesaria para más. ¿Podría aventurarse en las naos de puro velamen que empiezan a construirse entonces gracias a conocimientos escandinavos? Raramente e incluso así su velocidad sería mayor en términos relativos, sin comparación con las que cien años después Portugal emplearía para bordear el Atlántico: las carabelas
¿Debe responsabilizarse a ellas por las notables velocidades comparativas con que Colón retará el océano? Apenas en parte, porque lo decisivo vendrá de éste mismo, gracias a aires y corrientes cuya violencia debe temerse.
Grandes historiadores afirman sin dudas: con la conquista de América se produce la mayor mutación jamás habido en el tiempo y el espacio humanos, no comparable siquiera con los viajes al espacio. Tras ella, otro impulso no menos arrebatado: un sin igual apetito por riquezas.
Las palabras de Montaigne se originan allí y siglos más tarde enlazarán con las de Marx.