sábado, 7 de agosto de 2021

Javier y la revolución científica-tecnológica

Murió Javier. Tenía cuarenta años y nuestra relación fue virtual, esporádica y provechosa. Quién sabe si lo vi alguna vez en un lugar que ambos frecuentábamos y nos ligaba a tendencias socialistas activas, no académicas o de membrete.

Si es posible que desde 1999, cuando se hizo militante, cada uno por su lado acudiera a las mismas marchas, campamentos, asambleas, quizá escuchándonos o hasta intercambiando algunas palabras, fue en septiembre de 2017 que se estableció entre nosotros una complicidad ocasional muy rica. Entonces estuvimos a materiales cuadras de distancia, apostando sin éxito por protestas cuyo tono alcanzaría niveles altisímos, según muchos confiaban. 

Eso precipitó nuestro contacto como feisbuqueros festivos, irreverentes, que en el chat hacían comentarios puntillosos sobre tal o cual materia, siendo él quien les daba sustancia. Hasta hace poco, cuando con dos compañerxs más se creó un espacio de transmisión rebelde y prometedor, desaparecido por su súbita ausencia. 

No estaba enfermo, sino el padre, y a ello y las tareas involucradas con el Covid atribuimos una marcha sin duda temporal, porque era fuerte y de notable energía. Entonces dieron la noticia.

Con él perdí al mejor guía sobre lo que inició cuatro décadas atrás o antes: Foucault y compañía, una revolución científica-tecnológica superior a cualquier otra y esa última etapa globalizadora en versión mexicana.

Calcúlese entonces mi horfandad, porque hombre maduro al iniciar tales fenómenos, yo tenía noticia de ellos a saltos. Hoy era mi mundo laboral que paralelamente se depauperaba y ofrecía oportunidades inusitadas. Mañana, eufóricas charlas escuchadas por casualidad a empresarios, tesis que corregía a amigas, maquilas, documentales sobre asombrosos avances en óptica o biogenética y un país social que empecé a aborrecer. 

Él representaba a quienes aprovechan los avances combatiendo sus horrores y no murió accidentalmente sino por compromiso.

Uno sigue, admira atletas que en la olimpiada rompen récords gracias no solo al esfuerzo. Las compañías Tal y Cual ingenian tenis, pistas, bicicletas, voladores, para atraerse monumentales auditorios y promover disciplinas cada vez más riesgosas, mientras cajas registradoras saltan de placer y sus billetes evanecen en Bolsas mezclados con los que chorrean sangre, para sustentar ilusiones en venta. Unos cuantos hombres y mujeres emulan a dioses y otros muchos creen imitarlos en Instagram y Tiktok.

-Holanda tiene más bicicletas que personas -cantan los conductores noticiosos.

-Y asesinados por cabeza aquí y allá en la tierra  -dice el silencio tras ellos. 

¿Quiénes ganaron el oro para Canadá, digamos? ¿Caileigh Filmer y Hillary Janssens, remeras, o First Majestic y Pan American Silver, que explotan minas en México?

1982 es el año, digo vez tras vez. Al poco no habría más bloque de la URSS, que apenas Stalin desplazara a Lenin, Trotsky y demás se volvería un monstruo y serviría sin embargo a China, Vietnam y Cuba para hacer revoluciones con yerros infames en el primer caso y más menos comprensibles si nos referimos al régimen acaudillado por Ho Chi Ming y al país antillano. 

Juntos probaban que los sueños socialistas podían materializarse y desnudaban a las democracias occidentales, cuyo fin era demandado por una mínima justicia y el futuro mismo, en tanto historia sin fin, siempre mejorable. 

La posmodernidad nos cayó encima como la ciencia ficción prevenía. Así vivimos ahora una novela de Orwell o Auster, que Naomi Klein advierte terminará con todo y cuyo adelanto es ese virus al cual no hubiéramos molestado de tener coto nuestra ambición. 

Javier muere y este viejo se vuelve anciano. Imagino lo que sienten su familia y las amigas y amigos cercanos. ¿Cuánto perdió el colectivo?

No tengo derecho a una foto suya ni al apellido.                                     

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Este Un largo viaje quiere ser ahora cuaderno y no más blog donde apuntar. Si lo consigue -como si necesitara gran cosa para lograrlo, jeje...