Pueden encontrar ustedes una docena de libros míos por ahí y centenares de guiones y artículos, a veces dirigidos a grandes públicos. Aquí intento otra cosa y mi pandémico aspecto y el pequeño set presidido por el abuelo sirve al propósito.
Hace quince años tengo ocho blogs o cuadernos, como los llamo, de distintos temas y tonos. Los escribo en viñetas, que son pequeñas crónicas o relatos personales y sociales, sin usar la ficción.
Para estas grabaciones he pasado de un cuaderno a otro. Pruebo ahora con uno solo que, a la manera de todos, salta de tiempo y lugar.
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De
plúmbago, sin amenazas, las nubes casi al alcance de la mano corren rápidas en
el día que suda sobre el caserío, donde la sal de mar hace cuatro siglos
estampa su huella. Por la vía del tren, entre un millar de paisanos en
alharaca, dos costeñas maduras, firmes, desparpajadas, se regodean en los
gritos:
-¡Huevo de gallina, no de granja! ¡En Espinal hay hombres, no chingaderas!
-refiriéndose al hombre pequeñito, de voz aflautada que acaba de salir de
prisión y encabeza la marcha: Demetrio Vallejo.
Es el sábado 12 de mayo de 1972 y cuantos hay allí llevan un mucho acunadas y
otro mucho a cuestas dos o tres décadas de trabajos por Utopia, que no está en
el santoral ni tiene altares en la Iglesia de Salinas Cruz, cuya torre domina
la vista, ni en ninguna más del Istmo de Tehuantepec, del resto del estado de
Oaxaca o donde sea en el México de tercos rezos por ella apenas Hernán Cortés
terminó su obra. A comienzos de 1959 ese par de mujeres sin duda estaba entre quienes defendían
del ejército el local del sindicato ferrocarrilero, cabeza del gran esfuerzo de
trabajadores y trabajadoras por deshacerse del monstruoso aparato corporativo
construido para ellos.
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Una mañana de otoño de 2009, en Saltillo comparto un cuarto de hotel con
Alfredo, un antiguo trabajador de la metalmecánica que lleva medio siglo
organizando luchas sindicales. Sin duda sabe cuánto lo respeto desde
hace casi cuarenta años y mientras nos vestimos vuelvo a dar gracias por la
oportunidad de estar de nuevo con él y su gente.
Le hablo del desbordado optimismo que vino el día anterior en la conmemoración
de treinta y cinco años de la ejemplar lucha de CINSA-CIFUNSA en esta ciudad, y
de las charlas con Nelly Herrera, con María, su hermana y la hermana de
Isaías.
-Almirante -le digo-, esas mujeres parecen cristianas primitivas. Ni su abuela
las detendrá jamás en la búsqueda de la utopía.
Él sonríe de esa especial, como misteriosa manera qué tiene y suelta una de sus
geniales frases:
-Llegará un día en que los cristianos se coman a los leones.
Cambiemos de país y época:
Pueblo sombra
Del don de hacerse fantasma Belarmo se apropia apenas nace, hasta convertirse en uno de los grandes expertos de su provincia en el tema. Miles de días hace el viaje entre su pueblo y Gijón, y miles también recorre el puerto al modo de esa forma de simple paisaje que las probas familias ven en las de pescadores, alarifes, asalariados de las fábricas.
Entonces una tarde en Lavandera su padre, Sandalio, se hace de palabras con un peón de las vías del ferrocarril, ambos se lían a golpes y Sandalio lleva las de perder hasta que el otro da en tierra repentinamente. Al caer queda a la vista el futuro Belarmo con la más grande piedra que le permiten coger sus nueve o diez años de edad, con la cual tundió al insolente.
Fantasmas
Para entonces Pablo Neruda había escrito muy lejos de casa:
Les contaré que en la ciudad viví
en cierta calle...
No se podía ir y venir,
Había tantas gentes...
Todo me pareció brillante...
y era sonoro.
Hace ya tiempo de esta calle,
hace ya tiempo que no escucho nada...
Dulce nostalgia la suya, que podía ignorar la calle impresa en sus compatriotas repartidos por el mundo tras 1973: vuelta silencio y dolor.
Más de tres décadas atrás Victor Serge se paseaba con su inseparable hijo por el bullicio de una noche en la Alameda Central de la ciudad de México, y entre la reposada, sonriente feria de familias se le venían una y otra vez las estampas del último en la serie de exilios que era su vida, y el reclamo de los rostros de los compañeros que quedaron en la Francia ocupada por la Alemania nazi.
Yo no sabía nada de Cardoza, de Neruda, de Serge, cuando en los 1950s crecía en aquella misma ciudad entre dos padres que no abrían la boca para hablar de la Guerra Civil española, sino cuando se trataba de aligerar el drama, y sin embargo estaban y no en la casita de dos pisos donde nos criaban. Mamá se afanaba cada mañana en recoger hasta la última mota de polvo en la sala, el comedor, lo que pomposamente llamábamos biblioteca. Me obsesionaba su estampa desdibujándose a lo fantasma. Era Penélope que no esperaba, repitiendo el rito para espantar sin éxito el recuerdo del viaje no de su hombre, sino de ella, suspendido casi al empezar.
Batía el trapo contra el brazo de un sillón, daba un paso, volvía sobre él, lo expurgaba de vuelta y se rendía, empezando a parpadear en mis ojos que no podían seguirla a la cuenca minera a diez mil kilómetros de distancia, para ofrecerse a cuidar los burros de los campesinos en domingo y dar gracias por las monedas con que pagar la función del único cine en veinte pueblos y villas alrededor. O para trepar a los destartalados camiones que harían la excitante ruta de los mítines en los cuales lucía la joven.
¿Pero qué tan sí misma era también ella, regresando sin regresar? El país que había dejado y en el cual anduvo trasterrada mucho más años que en el real, apenas y se reconocía en el de 1976. Un poco antes Alejo Carpentier discutía el lugar común nacido entre el boom de la literatura latinoamericana, que rezaba: marcharse es la mejor manera de ver el lugar de origen. Alguien revisaría luego la crítica del escritor a través de su serie de artículos La Habana vista por un turista cubano.
El alguien decía de este paseo imaginario: "Los exiliados de Carpentier habitan un ámbito atemporal -una suerte de estado de suspensión..."
Al volver, pues, mi madre se movía entre las sepulturas donde habitaba la España que recreó durante treinta y cinco de sus cincuenta y ocho años de vida, y entraba en un nuevo limbo, en el cual debía reinventarse.
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Insisto: detrás de estas breves, a ratos alegóricas cosas que escribo, hay una larga investigación o una larga experiencia personal. No intento dar clases. Sugerir la interminable lucha de los pueblos, donde quiera que estén, de eso se trata.
La reina de la Roca Gris
No ha sido la naturaleza o la intempestiva, enloquecida reacción de un ejército enemigo, la culpable. La obra es parte de una concienzuda política de exterminio que la corona inglesa pone en práctica al fracasar las horcas y los descuartizamientos públicos, “la instigación de hermanos contra hermanos, la gratificación a espías, delatores y asesinos, las altas recompensas por las cabezas de los caudillos rebeldes”.
El sendero de las lágrimas
Cuando tras sucias maniobras Texas se vuelve una república independiente, México anima la Rebelión de Nacogdoches y da pretexto al segundo presidente texano para ordenar la expulsión de los indios. Entre ellos van los cheroquies a quienes un siglo atrás les robaron los Apalaches, obligándolos a hacer el Sendero de las Lágrimas. Habían recibido, ni más ni menos que como los colonos estadounidenses, una concesión de las autoridades de la Nueva España. Con su vieja cultura agrícola y una profunda necesidad de la paz por la cual habían pagado con creces, convirtieron en vergeles los campos que recibieron. El gobierno texano y los intereses representados en él no resistieron la tentación: “en cuanto a la riqueza de sus suelos y la belleza de su situación, agua y producciones, puede competir con las mejores porciones de Texas”, escribe sobre la zona cheroquie un enviado a constatar los buenos informes que se tienen.
"Y, como de costumbre, serán los palestinos quienes sufrirán, con su tragedia totalmente olvidada...", escribió el mejor periodista del mundo, recién muerto.
Era inglés y si se fue a vivir a Libano para jugarse la vida con Medio Oriente, no olvidaba el resto del mundo que sufre políticas imperiales.
Se llama Robert Fisk y al comenzar el siglo XXI siguió la vilezas cometidas por George Bush hijo y sus socios.
"...visité un hospital lleno de moscas en Quetta, una ciudad pakistaní fronteriza en la que las víctimas afganas de los bombardeos norteamericanos reciben tratamiento. Rodeado por un ejército de moscas en la cama número 12, Mahmat (la mayoría de afganos no tiene apellidos) me contó su historia. No había cámaras de la CNN ni reporteros de la BBC en el hospital para filmar al paciente. Ni los habrá. Seis días antes, Mahmat dormía en su casa, en la aldea de Kazikarez, cuando una bomba de un B-52 americano cayó sobre su aldea. Dormía en una habitación; su esposa dormía con los niños. Su hijo Nourali murió; también murieron Jaber (de 10 años de edad), Janaan (ocho), Salamo (seis), Twayir (cuatro), y Palwasha (la única niña, de dos).
"Los aviones vuelan tan alto que no pudimos oírlo, así que el tejado de barro se desplomó encima de ellos", dijo Mahmat. Su esposa Rukia, a quien me permitió ver, estaba en la cama de al lado (la número 13). Rukia no sabía que sus hijos habían muerto. Tiene 25 años, pero parece que tenga 45. Sus hijos, al igual que muchos inocentes afganos en esta Guerra por la Civilización fueron víctimas que el señor Bush y el señor Blair nunca reconocerán. Viendo cómo Mahmat pedía un poco de dinero (la bomba le había dejado desnudo y debajo de la manta del hospital no tenía nada de ropa), pude ver algo terrible: le vi a él y a su enfurecido primo que estaba a su lado, y a su tío, y al hermano de su esposa, atacando América por los asesinatos que habían infligido sobre su familia."
Aparta de mí ese cáliz
En el libro sobre el abuelo va este apretado resumen de los años 1940 españoles:
Enfermeras
y enfermeros de un psiquiátrico, agentes o testigos de un festín del
gusto por el poder convertido en deseo, luego asesinados, como adelanto
de miles de ajusticiamientos a cielo abierto y fosas comunes con las
huellas borradas; juicios sumarios, campos de trabajo, palacios
reconvertidos a base de horcas, sillas eléctricas y látigos con clavos
en las puntas; padres amenazados con la muerte cumplida de un hijo para
que otro, fugado, abandonase su escondite, o colgados de propia mano
como único camino para escapar de la terrible elección; mujeres rotas
sin remedio, que no sabían si algo más podía perderse en el periplo
inútil de evitar el fusilamiento del marido; damas en fiestas populares
riendo al obligar a cantar a la joven que esperaba para enterrar un
cadáver producto del justo castigo ordenado a un juez por el divino
verbo; hogueras de libros, ojos espiando por las rendijas de todas las
horas…
No en balde al inicio de los 1950 Blas de Otero, el aún más o menos joven poeta, decía:
"Aquí teneís, en canto y alma, al hombre
aquel que amó, vivió, murió por dentro
y un buen día bajó a la calle: entonces
comprendió: y rompió todos sus versos (…)
olas de sangre contra el pecho, enormes
olas de odio, ved, por todo el cuerpo."
Damaso
Alonso, el escritor de la generación del 98 que quedaba en el país tras
la caída de la República: “Hemos vuelto los ojos en torno y nos hemos
sentido como una monstruosa, una indescifrable apariencia, rodeada,
sitiada por otras apariencias, tan incomprensibles, tan feroces, quizás
tan desgraciadas como nosotros mismos (...) o nos hemos visto entre
millones de cadáveres vivientes, pudriéndonos todos (…) Y hemos gemido
largamente en la noche. Y no sabíamos a dónde vocear.”
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Linaje
Pertenezco al linaje de la mujer y el hombre pequeños y pequeñas, que así son y así se conciben porque solo así el cosmos puede conservarse, como ellos en padres y madres, uno a una y otro a otra, siglo tras siglo, sosteniendo con cada acto, pequeño, por fuerza, el mundo entero, su cadena, rota si alguno falla.
"—¿Veis cuanto decís, marido? —respondió Teresa—. Pues, con todo eso, temo que este condado de mi hija ha de ser su perdición. Vos haced lo que quisiéredes, ora la hagáis duquesa o princesa, pero séos decir que no será ello con voluntad ni consentimiento mío. Siempre, hermano, fui amiga de la igualdad, y no puedo ver entonos sin fundamentos. «Teresa» me pusieron en el bautismo, nombre mondo y escueto, sin añadiduras ni cortapisas, ni arrequives de dones ni donas; «Cascajo» se llamó mi padre; y a mí, por ser vuestra mujer, me llaman «Teresa Panza» (que a buena razón me habían de llamar «Teresa Cascajo», pero allá van reyes do quieren leyes), y con este nombre me contento, sin que me le pongan un don encima que pese tanto, que no le pueda llevar, y no quiero dar que decir a los que me vieren andar vestida a lo condesil o a lo de gobernadora, que luego dirán: «¡Mirad qué entonada va la pazpuerca! Ayer no se hartaba de estirar de un copo de estopa, y iba a misa cubierta la cabeza con la falda de la saya, en lugar de manto (...) Si Dios me guarda mis siete, o mis cinco sentidos, o los que tengo, no pienso dar ocasión de verme en tal aprieto. Vos, hermano, idos a ser gobierno o ínsulo, y entonaos a vuestro gusto, que mi hija ni yo por el siglo de mi madre que no nos hemos de mudar un paso de nuestra aldea..."
y muerto el combatiente, vino hacia él un hombre
y le dijo: «¡No mueras, te amo tanto!»
Pero el cadáver ¡ay! siguió muriendo.
“Se le acercaron dos y repitiéronle:
«¡No nos dejes! ¡Valor! ¡Vuelve a la vida!»
Pero el cadáver ¡ay! siguió muriendo.
“Acudieron a él veinte, cien, mil, quinientos mil,
clamando «¡Tanto amor y no poder nada contra la muerte!»
Pero el cadáver ¡ay! siguió muriendo.
“Le rodearon millones de individuos,
con un ruego común: «¡Quédate hermano!»
Pero el cadáver ¡ay! siguió muriendo.
“Entonces todos los hombres de la tierra
le rodearon; les vio el cadáver triste, emocionado;
incorporóse lentamente,
abrazó al primer hombre; echóse a andar...”
César Vallejo.
Para morir iguales. El santo lugar
No importa por donde vayamos nos acompaña la
fotografía de un muchacho. Tiene dieciocho años, la piel mulata parece de
aceite, los cabellos se le ensortijan y los brillantes ojos negros sonríen.
Al poco de recordar esta estampa que presidía el hogar de Mario el Jarocho...
Una tarde poco antes de marcharnos, Ella y yo fuimos de visita a casa del Jarocho. Él estaba sentado en la puerta, con la mirada clavada en la tierra, mientras su señora entraba y volvía a salir, como si olvidara algo que no encontraría por más esfuerzos que hiciera, y la Negrita los contemplaba a través de las lágrimas, aferrándose a una muñeca entre sus brazos.
—¿Qué pasó? —preguntó Ella. Inés nos miró un segundo y se metió, jalando a la niña, y el hombrezote pareció no notar nuestra presencia.
Acababa de llegarles la noticia: el muchacho del retrato había muerto.
Y no había campanas doblando, sino el viejo, ininterrumpido rugir de máquinas, trenes y tráileres llevándose la mercancía.
ESTE CUADERNO NO MIRA SOLO HACIA EL PASADO
América en crisis
Se llaman Alina, Canela, Taroa, Nela, y a solas o con invitados nos guían por América, sin faltar desde luego los Estados Unidos.
Militantes políticas y sociales a veces dedicadas al periodismo, representan lo mejor del continente que busca el futuro. No es casual que sean mujeres jóvenes. Escucho en ellas la consigna de una histórica huelga: Queremos todo.
Lo hacen entre sonrisas, con la confianza adquirida en las calles donde nuestros pueblos revalúan sus luchas, criticando del pasado propio cuanto se necesite.
Gracias a ellas, Bolivia, Ecuador, Chile, la mismísima sede del imperio, el empuje migratorio centroamericano, etcétera, no representan ya para nosotros un eco distante.
Seremos juntas y juntos, dicen con palabras y actos, presididos por las organizaciones indígenas y el feminismo de clase, y en estos precisos días tienen un nombre cosido a la boca: Colombia.
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