martes, 11 de mayo de 2021

Viñetas para leer. 6. Pueblo

Pueden encontrar ustedes una docena de libros míos por ahí y centenares de guiones y artículos, a veces dirigidos a grandes públicos. Aquí intento otra cosa y mi pandémico aspecto y el pequeño set presidido por el abuelo sirve al propósito.

Hace quince años tengo ocho blogs o cuadernos, como los llamo, de distintos temas y tonos. Los escribo en viñetas, que son pequeñas crónicas o relatos personales y sociales, sin usar la ficción.

Para estas grabaciones he pasado de un cuaderno a otro. Pruebo ahora con uno solo que, a la manera de todos, salta de tiempo y lugar.

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De plúmbago, sin amenazas, las nubes casi al alcance de la mano corren rápidas en el día que suda sobre el caserío, donde la sal de mar hace cuatro siglos estampa su huella. Por la vía del tren, entre un millar de paisanos  en alharaca, dos costeñas maduras, firmes, desparpajadas, se regodean en los gritos:
-¡Huevo de gallina, no de granja! ¡En Espinal hay hombres, no chingaderas! -refiriéndose al hombre pequeñito, de voz aflautada que acaba de salir de prisión y encabeza la marcha: Demetrio Vallejo.
Es el sábado 12 de mayo de 1972 y cuantos hay allí llevan un mucho acunadas y otro mucho a cuestas dos o tres décadas de trabajos por Utopia, que no está en el santoral ni tiene altares en la Iglesia de Salinas Cruz, cuya torre domina la vista, ni en ninguna más del Istmo de Tehuantepec, del resto del estado de Oaxaca o donde sea en el México de tercos rezos por ella apenas Hernán Cortés terminó su obra. A comienzos de 1959 ese par de mujeres sin duda estaba entre quienes defendían del ejército el local del sindicato ferrocarrilero, cabeza del gran esfuerzo de trabajadores y trabajadoras por deshacerse del monstruoso aparato corporativo construido para ellos.
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Una mañana de otoño de 2009, en Saltillo comparto un cuarto de hotel con Alfredo, un antiguo trabajador de la metalmecánica que lleva medio siglo organizando luchas sindicales. Sin duda sabe cuánto lo respeto desde hace casi cuarenta años y mientras nos vestimos vuelvo a dar gracias por la oportunidad de estar de nuevo con él y su gente.
Le hablo del desbordado optimismo que vino el día anterior en la conmemoración de treinta y cinco años de la ejemplar lucha de CINSA-CIFUNSA en esta ciudad, y de las charlas con Nelly Herrera, con María, su hermana y la hermana de Isaías.
-Almirante -le digo-, esas mujeres parecen cristianas primitivas. Ni su abuela las detendrá jamás en la búsqueda de la utopía.
Él sonríe de esa especial, como misteriosa manera qué tiene y suelta una de sus geniales frases:
-Llegará un día en que los cristianos se coman a los leones.

Cambiemos de país y época:

Pueblo sombra

En el ancestral universo secreto del pueblo y dentro de la revolución que para 1890 está en curso, van nuevos modos de pensar, lenguajes, actitudes, geografías que el poder político y económico no descifra y que a veces no advierte siquiera. Es ese universo el que da sentido al abuelo Belarmino, quien se moverá por sus vericuetos como muy pocos, en uso de las virtudes y ventajas del pueblo oculto, surgiendo desde la nada exclusivamente si necesita, para mejor tomar de sorpresa a sus enemigos.
Pueblo sombra, pues, tanto más cazador furtivo cuanto más se lo cree incapaz de algo distinto a tenderse en el prado pensando en la inmortalidad del cangrejo.
Del don de hacerse fantasma Belarmo se apropia apenas nace, hasta convertirse en uno de los grandes expertos de su provincia en el tema. Miles de días hace el viaje entre su pueblo y Gijón, y miles también recorre el puerto al modo de esa forma de simple paisaje que las probas familias ven en las de pescadores, alarifes, asalariados de las fábricas.
Entonces una tarde en Lavandera su padre, Sandalio, se hace de palabras con un peón de las vías del ferrocarril, ambos se lían a golpes y Sandalio lleva las de perder hasta que el otro da en tierra repentinamente. Al caer queda a la vista el futuro Belarmo con la más grande piedra que le permiten coger sus nueve o diez años de edad, con la cual tundió al insolente.
Y es que el niño tiene ya aprendido de sobra el arte de la transfiguración. Bien lo sabrá la autoridad cuando tras la huelga general en 1917 lo busque sin éxito en la suerte de trampa que parece la cuenca minera gran escenario de su historia. 
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Detrás de las breves, a ratos alegóricas cosas que escribo, hay una larga investigación o una larga experiencia personal. No intento dar clases. Sugerir la interminable lucha de los pueblos, donde quiera que estén, de eso se trata. 
 
La Bastilla
Sigo asombrándome que se busque con esfuerzo a las mujeres como protagonistas de la historia. Están por todas partes. Por ejemplo, cuando en 1789 el pueblo asalta esa fortaleza parisina llamada Bastilla.
Charles Dickens, el gran escritor inglés, remata así su descripción de los hechos:  
"...pero el espectáculo de las mujeres era algo capaz de helar las venas al más intrépido. Abandonado los ruines quehaceres domésticos que su miserable condición les permitía, abandonado críos, así como a viejos y enfermos que sudaban acurrucados en el suelo, famélicos y desnudos, salían aquellas hembras a la calle con el pelo suelto, incitándose con frenesí colectivo y personalmente con las exclamaciones y los gritos más salvajes que puedan imaginarse.”
No es para nada un caso aislado y en México no hay rebeliones populares sin ellas, quienes así, usando palabras de Carlos Monsivais, vencen su destino de invisibilidad.

Fantasmas

Treinta años vivió en México Luís Cardoza y Aragón abrazado al árbol de su infancia, en el centro del jardín familiar de un barrio de La Antigua, Guatemala, que el exilio dejó tras una barrera infranqueable. Al regresar, el árbol había desparecido, con la calle, que era una irreconocible otra. El escritor no se levantaría jamás de una muerte que hacía vacilar en la nada los treinta años.
Para entonces Pablo Neruda había escrito muy lejos de casa:
Les contaré que en la ciudad viví
en cierta calle...
No se podía ir y venir,
Había tantas gentes...
Todo me pareció brillante...
y era sonoro.
Hace ya tiempo de esta calle,
hace ya tiempo que no escucho nada...
Dulce nostalgia la suya, que podía ignorar la calle impresa en sus compatriotas repartidos por el mundo tras 1973: vuelta silencio y dolor.
Más de tres décadas atrás Victor Serge se paseaba con su inseparable hijo por el bullicio de una noche en la Alameda Central de la ciudad de México, y entre la reposada, sonriente feria de familias se le venían una y otra vez las estampas del último en la serie de exilios que era su vida, y el reclamo de los rostros de los compañeros que quedaron en la Francia ocupada por la Alemania nazi.
Yo no sabía nada de Cardoza, de Neruda, de Serge, cuando en los 1950s crecía en aquella misma ciudad entre dos padres que no abrían la boca para hablar de la Guerra Civil española, sino cuando se trataba de aligerar el drama, y sin embargo estaban y no en la casita de dos pisos donde nos criaban. Mamá se afanaba cada mañana en recoger hasta la última mota de polvo en la sala, el comedor, lo que pomposamente llamábamos biblioteca. Me obsesionaba su estampa desdibujándose a lo fantasma. Era Penélope que no esperaba, repitiendo el rito para espantar sin éxito el recuerdo del viaje no de su hombre, sino de ella, suspendido casi al empezar.
Batía el trapo contra el brazo de un sillón, daba un paso, volvía sobre él, lo expurgaba de vuelta y se rendía, empezando a parpadear en mis ojos que no podían seguirla a la cuenca minera a diez mil kilómetros de distancia, para ofrecerse a cuidar los burros de los campesinos en domingo y dar gracias por las monedas con que pagar la función del único cine en veinte pueblos y villas alrededor. O para trepar a los destartalados camiones que harían la excitante ruta de los mítines en los cuales lucía la joven.
Mamá se adelantaba treinta años al Humberto Costantini que miraba por la ventana la luna mexicana, “chanta”, mentirosa, porque la de verdad no había salido de Buenos Aires, como él casi justo en el momento en que ella, mi madre, hacía las maletas para volver a la España sin Franco y ser de nuevo de carne y hueso, otra vez mitin tras mitin, para con su adolescencia refrescar al maltrecho partido en en cual se había convertido el suyo... y recibir de tarde en tarde la visita de los hijos, a quienes veladamente miraba con extrañeza: ¿de dónde habrán salido?
¿Pero qué tan sí misma era también ella, regresando sin regresar? El país que había dejado y en el cual anduvo trasterrada mucho más años que en el real, apenas y se reconocía en el de 1976. Un poco antes Alejo Carpentier discutía el lugar común nacido entre el boom de la literatura latinoamericana, que rezaba: marcharse es la mejor manera de ver el lugar de origen. Alguien revisaría luego la crítica del escritor a través de su serie de artículos La Habana vista por un turista cubano.
El alguien decía de este paseo imaginario: "Los exiliados de Carpentier habitan un ámbito atemporal -una suerte de estado de suspensión..."

Al volver, pues, mi madre se movía entre las sepulturas donde habitaba la España que recreó durante treinta y cinco de sus cincuenta y ocho años de vida, y entraba en un nuevo limbo, en el cual debía reinventarse.

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Insisto: detrás de estas breves, a ratos alegóricas cosas que escribo, hay una larga investigación o una larga experiencia personal. No intento dar clases. Sugerir la interminable lucha de los pueblos, donde quiera que estén, de eso se trata. 


La reina de la Roca Gris

A mediados del siglo XVI la Reina de la Roca Gris, la señora celta que aun marchita, despojada de sus hermosos atavíos precristianos, ha seguido cuidando por la provincia irlandesa de Munster, contempla impotente cómo el fuego se ceba con los campos destruyendo cosechas, frutos y aldeas, y como los hombres y las mujeres, enfermos de comer hierbas, se arrastran por la tierra y mueren para que hambrientos lobos, perros y niños se lancen sobre sus cadáveres.

No ha sido la naturaleza o la intempestiva, enloquecida reacción de un ejército enemigo, la culpable. La obra es parte de una concienzuda política de exterminio que la corona inglesa pone en práctica al fracasar las horcas y los descuartizamientos públicos, “la instigación de hermanos contra hermanos, la gratificación a espías, delatores y asesinos, las altas recompensas por las cabezas de los caudillos rebeldes”. 


El sendero de las lágrimas

Cuando tras sucias maniobras Texas se vuelve una república independiente, México anima la Rebelión de Nacogdoches y da pretexto al segundo presidente texano  para ordenar la expulsión de los indios. Entre ellos van los cheroquies a quienes un siglo atrás les robaron los Apalaches, obligándolos a hacer el Sendero de las Lágrimas. Habían recibido, ni más ni menos que como los colonos estadounidenses, una concesión de las autoridades de la Nueva España. Con su vieja cultura agrícola y una profunda necesidad de la paz por la cual habían pagado con creces, convirtieron en vergeles los campos que recibieron. El gobierno texano y los intereses representados en él no resistieron la tentación: “en cuanto a la riqueza de sus suelos y la belleza de su situación, agua y producciones, puede competir con las mejores porciones de Texas”, escribe sobre la zona cheroquie un enviado a constatar los buenos informes que se tienen.

Como una manada de coyotes, generales y coroneles improvisados durante la guerra con México cercan el territorio y tratan de convencer al jefe “Cazos” de que las familias vuelvan a tomar los arreos, ahora hacia Arkansas. El jefe se esfuerza, trata de hacer valer sus razones, pero rotos los tratos en hora y media las columnas texanas matan o inutilizan a cien de sus hombres y, escuchando arder las cosechas y las chozas a sus espaldas, los ochocientos seres humanos a los cuales quedaron reducidos los Hijos de los Apalaches emprenden de nuevo la marcha. Esta vez despidiéndose de la paciencia y las buenas costumbres, para desde una banda del río Colorado ir y venir tras los alimentos y la sangre de los blancos.
Ahora sus enemigos de hace poco se hacen sus vecinos y maestros. En especial los comanches, quienes después de lo de los Nacogdoches, convocados a una reunión con los representantes gubernamentales en San Antonio, pierden a todos sus jefes, muertos en el salón de las conferencias o tratando de escapar por las calles de la villa. Sus asaltos se vuelven entonces cada vez más violentos y concentran la atención en los mexicanos, más fáciles de acometer. 
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"Y, como de costumbre, serán los palestinos quienes sufrirán, con su tragedia totalmente olvidada...", escribió el mejor periodista del mundo, recién muerto.

Era inglés y si se fue a vivir a Libano para jugarse la vida con Medio Oriente, no olvidaba el resto del mundo que sufre políticas imperiales. 

Se llama Robert Fisk y al comenzar el siglo XXI siguió la vilezas cometidas por George Bush hijo y sus socios. 

"...visité un hospital lleno de moscas en Quetta, una ciudad pakistaní fronteriza en la que las víctimas afganas de los bombardeos norteamericanos reciben tratamiento. Rodeado por un ejército de moscas en la cama número 12, Mahmat (la mayoría de afganos no tiene apellidos) me contó su historia. No había cámaras de la CNN ni reporteros de la BBC en el hospital para filmar al paciente. Ni los habrá. Seis días antes, Mahmat dormía en su casa, en la aldea de Kazikarez, cuando una bomba de un B-52 americano cayó sobre su aldea. Dormía en una habitación; su esposa dormía con los niños. Su hijo Nourali murió; también murieron Jaber (de 10 años de edad), Janaan (ocho), Salamo (seis), Twayir (cuatro), y Palwasha (la única niña, de dos).

"Los aviones vuelan tan alto que no pudimos oírlo, así que el tejado de barro se desplomó encima de ellos", dijo Mahmat. Su esposa Rukia, a quien me permitió ver, estaba en la cama de al lado (la número 13). Rukia no sabía que sus hijos habían muerto. Tiene 25 años, pero parece que tenga 45. Sus hijos, al igual que muchos inocentes afganos en esta Guerra por la Civilización ­ fueron víctimas que el señor Bush y el señor Blair nunca reconocerán. Viendo cómo Mahmat pedía un poco de dinero (la bomba le había dejado desnudo y debajo de la manta del hospital no tenía nada de ropa), pude ver algo terrible: le vi a él y a su enfurecido primo que estaba a su lado, y a su tío, y al hermano de su esposa, atacando América por los asesinatos que habían infligido sobre su familia." 


Aparta de mí ese cáliz

En el libro sobre el abuelo va este apretado resumen de los años 1940 españoles:
Enfermeras y enfermeros de un psiquiátrico, agentes o testigos de un festín del gusto por el poder convertido en deseo, luego asesinados, como adelanto de miles de ajusticiamientos a cielo abierto y fosas comunes con las huellas borradas; juicios sumarios, campos de trabajo, palacios reconvertidos a base de horcas, sillas eléctricas y látigos con clavos en las puntas; padres amenazados con la muerte cumplida de un hijo para que otro, fugado, abandonase su escondite, o colgados de propia mano como único camino para escapar de la terrible elección; mujeres rotas sin remedio, que no sabían si algo más podía perderse en el periplo inútil de evitar el fusilamiento del marido; damas en fiestas populares riendo al obligar a cantar a la joven que esperaba para enterrar un cadáver producto del justo castigo ordenado a un juez por el divino verbo; hogueras de libros, ojos espiando por las rendijas de todas las horas…
No en balde al inicio de los 1950 Blas de Otero, el aún más o menos joven poeta, decía:
"Aquí teneís, en canto y alma, al hombre
aquel que amó, vivió, murió por dentro
y un buen día bajó a la calle: entonces
comprendió: y rompió todos sus versos (…)
olas de sangre contra el pecho, enormes
olas de odio, ved, por todo el cuerpo."
Damaso Alonso, el escritor de la generación del 98 que quedaba en el país tras la caída de la República: “Hemos vuelto los ojos en torno y nos hemos sentido como una monstruosa, una indescifrable apariencia, rodeada, sitiada por otras apariencias, tan incomprensibles, tan feroces, quizás tan desgraciadas como nosotros mismos (...) o nos hemos visto entre millones de cadáveres vivientes, pudriéndonos todos (…) Y hemos gemido largamente en la noche. Y no sabíamos a dónde vocear.”

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Linaje

Pertenezco al linaje de la mujer y el hombre pequeños y pequeñas, que así son y así se conciben porque solo así el cosmos puede conservarse, como ellos en padres y madres, uno a una y otro a otra, siglo tras siglo, sosteniendo con cada acto, pequeño, por fuerza, el mundo entero, su cadena, rota si alguno falla.

Teresa, se llamaba la tatarabuela, y como es tanto el pensamiento que no se piensa, su nombre llegó a ella desde esta otra mujer del pueblo, a quien he presentado antes:  
"—¿Veis cuanto decís, marido? —respondió Teresa—. Pues, con todo eso, temo que este condado de mi hija ha de ser su perdición. Vos haced lo que quisiéredes, ora la hagáis duquesa o princesa, pero séos decir que no será ello con voluntad ni consentimiento mío. Siempre, hermano, fui amiga de la igualdad, y no puedo ver entonos sin fundamentos. «Teresa» me pusieron en el bautismo, nombre mondo y escueto, sin añadiduras ni cortapisas, ni arrequives de dones ni donas; «Cascajo» se llamó mi padre; y a mí, por ser vuestra mujer, me llaman «Teresa Panza» (que a buena razón me habían de llamar «Teresa Cascajo», pero allá van reyes do quieren leyes), y con este nombre me contento, sin que me le pongan un don encima que pese tanto, que no le pueda llevar, y no quiero dar que decir a los que me vieren andar vestida a lo condesil o a lo de gobernadora, que luego dirán: «¡Mirad qué entonada va la pazpuerca! Ayer no se hartaba de estirar de un copo de estopa, y iba a misa cubierta la cabeza con la falda de la saya, en lugar de manto (...) Si Dios me guarda mis siete, o mis cinco sentidos, o los que tengo, no pienso dar ocasión de verme en tal aprieto. Vos, hermano, idos a ser gobierno o ínsulo, y entonaos a vuestro gusto, que mi hija ni yo por el siglo de mi madre que no nos hemos de mudar un paso de nuestra aldea..."
Soberbias palabras de Cervantes para retratar a las y los únicos a quienes no había reproche que hacerles. 

En conclusión, sólo el viejo poema importa:
“Al fin de la batalla, 
y muerto el combatiente, vino hacia él un hombre 
y le dijo: «¡No mueras, te amo tanto!» 
Pero el cadáver ¡ay! siguió muriendo. 

“Se le acercaron dos y repitiéronle: 
«¡No nos dejes! ¡Valor! ¡Vuelve a la vida!» 
Pero el cadáver ¡ay! siguió muriendo. 

“Acudieron a él veinte, cien, mil, quinientos mil, 
clamando «¡Tanto amor y no poder nada contra la muerte!» 
Pero el cadáver ¡ay! siguió muriendo. 

“Le rodearon millones de individuos, 
con un ruego común: «¡Quédate hermano!» 
Pero el cadáver ¡ay! siguió muriendo. 

“Entonces todos los hombres de la tierra 
le rodearon; les vio el cadáver triste, emocionado; 
incorporóse lentamente, 
abrazó al primer hombre; echóse a andar...

César Vallejo.

 

Para morir iguales. El santo lugar

No sé cómo organizar las viñetas con ése título. Al principio pensé que debería empezar así:

No importa por donde vayamos nos acompaña la fotografía de un muchacho. Tiene dieciocho años, la piel mulata parece de aceite, los cabellos se le ensortijan y los brillantes ojos negros sonríen.
Al poco de recordar esta estampa que presidía el hogar de Mario el Jarocho...
 

Una tarde poco antes de marcharnos, Ella y yo fuimos de visita a casa del Jarocho. Él estaba sentado en la puerta, con la mirada clavada en la tierra, mientras su señora entraba y volvía a salir, como si olvidara algo que no encontraría por más esfuerzos que hiciera, y la Negrita los contemplaba a través de las lágrimas, aferrándose a una muñeca entre sus brazos.

—¿Qué pasó? —preguntó Ella. Inés nos miró un segundo y se metió, jalando a la niña, y el hombrezote pareció no notar nuestra presencia.
Acababa de llegarles la noticia: el muchacho del retrato había muerto.

Y no había campanas doblando, sino el viejo, ininterrumpido rugir de máquinas, trenes y tráileres llevándose la mercancía.

ESTE CUADERNO NO MIRA SOLO HACIA EL PASADO
América en crisis

Se llaman Alina, Canela, Taroa, Nela, y a solas o con invitados nos guían por América, sin faltar desde luego los Estados Unidos.

Militantes políticas y sociales a veces dedicadas al periodismo, representan lo mejor del continente que busca el futuro. No es casual que sean mujeres jóvenes. Escucho en ellas la consigna de una histórica huelga: Queremos todo.

Lo hacen entre sonrisas, con la confianza adquirida en las calles donde nuestros pueblos revalúan sus luchas, criticando del pasado propio cuanto se necesite. 

Gracias a ellas, Bolivia, Ecuador, Chile, la mismísima sede del imperio, el empuje migratorio centroamericano, etcétera, no representan ya para nosotros un eco distante. 

Seremos juntas y juntos, dicen con palabras y actos, presididos por las organizaciones indígenas y el feminismo de clase, y en estos precisos días tienen un nombre cosido a la boca: Colombia. 

 

F:jJf-

    

 

 

 El once ideal

Este Un largo viaje quiere ser ahora cuaderno y no más blog donde apuntar. Si lo consigue -como si necesitara gran cosa para lograrlo, jeje...