martes, 4 de mayo de 2021

Cuadernos para leer. 5

 Fast y Europa y la gente sin historia

-Cinco o seis Howard Fast habrían hecho nuestro trabajo -dice el abuelo refiriéndose a la obra del escritor que buscó quien representa al pueblo

insurreccionado siglos arriba y abajo y empezó por el pueblo judío cuando faraones aplastaban cuanto tenían a mano. 

Callo pensando en los orígenes bíblicos de Josué, el guerrero que dirigió a su pueblo, y Belarmo enfurece sospechando mis motivos;

-Personajes reales o mitológicos, quedamos. ¿O quieres deshacerte del Niño de piedra sioux?

-¡No, cómo crees!

-¿Quiénes acompañaban a Espartaco? -pregunta pensando de dónde venían los compañeros de quien prometió volver convertido en millones, como hoy esperamos (http://vozobrera.org/periodico/wp-content/uploads/2016/04/espartaco.pdf)

-De muchas partes del imperio romano. 

-¡Ni más ni menos, ni más ni menos! Casi todo el mundo mediterráneo.

-No te pases. El norte africano estaba muy pobremente abarcado y no pasarás sobre mis bereberes. 

-¿Tuyos? 

-Bueno, exagero un poco. Y si sales con que eran puebluchos... El Tamazgha...

-0-

Tamazgha es un término moderno. Lo acuñaron quienes defiende identidades que suelen ocultarse tras "el mundo árabe".

Aunque mi mentor lo sabe, hoy su culto espartaquista tiene el peligro de desaparecernos algo esencialísimo que Europa y la gente sin historia tuvo quizá como gran objetivo; la profunda, substancial interacción entre culturas agrícolas y nómadas o seminómadas, dinamizadoras del proceso entero.

Los "bárbaros" mongoles que Ghegis Kan dirigió para construir un gigantesco imperio, renimarían las culturas urbanas y no por nada un igual suyo sería fundador de la dinastía Yuan

¡china!

-Malditos uno y otro -estalla mi mentor.

-Sí, porque reinarían, casi obligaron a sus guerreros a violar cuanta muer encontraban al paso y sin pausa someterían campesinados uno tras otro. 

-Como cualquiera de los loados por la historia. 

-Sabes qué quiero decir.

-Continuemos, anda. 

-Espera, déjame presentarte a alguien.

Derzú Uzala es un cazador henzhe de los bosques al extremo siberaniano que alcanza China. Su bella humanidad está sola en la tierra, pues mujer e hijos murieron hace tiempo, víctimas del sarampión. Hermosa también parece la que encarna Li Tsung-ping, cuyos cincuenta y seis años lo vuelven anciano en esa espesura contigua a las estepas extendidas hasta Arabia y Turkestan.
 

De una punta de inútiles

No sé si había razones en descargo, lo seguro es que en 1970 yo era un completo inútil. En el remedo de barrio bohemio donde llevaba años en un medio conflictuado y muy categórico vagabundeo, dentro del célebre restaurante de siempre, apenas sentarse y en presencia mía Lubardo diijo eufórico a Fendes:
-¡Ya lo tengo!
Lo que tenía era la forma en la cual Fendes podría cumplir el sueño, aceptando la invitación de viajar a la más cosmopolita ciudad del mundo, hecha por una futura heredera menor de un gran consorcio. Según se había platicado el paseo terminaría en legal matrimonio. 
El asunto empezaría con la compra de un artefacto que Lumb promocionaba a través de un concurso, cuyo premio era un auto. El segundo movimiento consistía en sacar durante la rifa, literalmente de la manga, el número adecuado del registro de compra. El acuerdo no precisaba los pretextos para que yo tomara un tercio de lo que tocara al rematar el vehículo y, claro, guardé el más obsequioso silencio. 
Comenzaba el otoño, Fendes llamó por teléfono a su joven rica dama, le respondieron que aguardara un poco y yo, que me había contagiado con la idea del viaje, me ofrecí a servirle de adelanto. Quien me recibiría, Juncio, fue con quien aquél conoció a la susodicha y a su enana, antojabilísima y de pies a cabeza insoportable amiga, a la cual el segundo resolvió alcanzar de inmediato vendiéndole a su acaudalado progenitor la urgencia de cambiar a la gran universidad pública del país, culpable de la golfería del muchacho, por la licenciatura en una universidad de la ciudad aquella.
Jun me recibió por todo lo alto y con tiempo sólo para dejar las maletas en el departamento, fuimos al bar-cafetería de su cuadra. Estaba puesto con modestia y servía de cálido refugio, también para el hermano menor de uno de los más aplaudidos requintos de la época, a quien se aseguraba, y pienso que tenían razón, habría superado de no ser por un grave accidente. Amenizaba el lugar a cambio de unos dólares que sus amigos y patrones debían sacar de la bolsa y no de la caja registradora, tan pobre como puede esperarse del par de cervezas por persona de los cuales podía desprenderse una veintena de universitarios. 
Juncio y yo llegamos en el momento en que aquel gran tipo con sus manos esclerotizadas daba batalla a a las cuerdas, produciendo singulares obras de arte que falseaban cada poco para recuperarse enseguida. El que no desmerecía nunca era su rostro, trabajado por el dolor y así mejor en las fallas.
Eso es, sin embargo, auténtica harina de otro costal en una historia como la presente, y más viene a cuento recordar la mirada de mi amigo conforme abrió la puerta al llegar. Había dos novedades femeninas entre el auditorio y la más alta con entera justicia atrajo la atención de Jun. A su lado se sentaba la que bien pudo servir de modelo a la púber de un magnífico álbum. 
Iríamos los cuatro al duplex de ellas, a meterse la mejor droga suave jamás inventada y pasar una noche entre sábanas, alfombras o lo que estuviera a disposición.
-¡Dios!, -díjeme yo- el primer mundo en verdad lo es.
Como esto se alarga alejándose de febrero de 1971, que era el propósito, saltaré pasajes no menos sustanciosos hasta el acuerdo con mi amigo para 
ir "en busca de la revolución".
Si bien y desde luego él no cumpliría, aquello fue el pretexto para que yo rompiera de una buena vez con mis desafortunados últimos años y con mucho más, en una segunda historia cuyo comienzo da para carcajearse de lo lindo a mi costa.
El viaje a Manhattan, quitadas las liviandades referidas y sumando grandes anécdotas en barrios fieros, fue un inmejorable golpe que al regresar me permitió ver a la Zona Rosa y a mis devaneos tal eran: fallidos, torpísimos intentos de nada. Así que pasadas dos semanas tomé el tren.
Durante el primer tramo del trayecto, mirando al paso por la ventana los nuevos fraccionamientos de Celaya, lloré. Se parecían a los de mis años de niño en la ciudad que entonces se hacía monstruo. Muchos cientos de kilómetros y un parada intermedia adelante, el dinero se terminó y fui a dar a un hotel de mala muerte. Me lavaba los dientes frente al espejo descascarado y volví a llorar.
El viaje habría seguido ese tono de no encontrar a Martín en el trasbordador. Se acercó a la barandilla desde donde a lo melancólico yo seguía el bamboleo del Mar de Cortés, y me sacó conversación. Había sido soldador, creo, en el propio DF e intentando cruzar a los EU lo devolvieron dos veces. Ahora se acercaba a mí con el aprendizaje en la picaresca que la aventura le dejó, pretendiendo sacarme algo. Pero como yo estaba más vacío que él, decidió hacerme su Sancho Panza. Dijo:
-¿Tienes hambre?
Contesté con la verdad y me hizo seguirlo hasta la cocina del barco, pues afirmaba que sin falta los cocineros eran solidarios. No se equivocó. Apurábamos una torta cuando el lugar se paralizó. El capitán nos contemplaba desde una de las entradas. Y el regaño se produjo pero no por darnos de comer, sino por la pobreza de lo entregado. Todos, incluido Martín, intercambiaron una mirada de entendimiento que no descifré, cuando el comandante pidió sirvieran lo mejor a bordo en su camarote.
Allí cenamos tan opíparamente como las circunstancias permitían, aderezado todo con mi ingenuidad. El capitán rondaba los cincuenta y sus ojos relataban una tristeza vieja y profunda. Bajito, flojo de carnes y con una incompresible palidez si atendemos a su oficio, se enfocó en mi persona, sincerando poco a poco los motivos de su desolación. Al menos los que no había riesgo en contar y que yo, inútil, provinciano pero noble al fin y al cabo, quise comprender: la soledad y la monotonía del marino, de la cuales había escuchado en Conrad y London.
El hombre dirigía un barco, por pequeño que éste fuera, y costaba trabajo reconocer su fragilidad que, a la manera de esa noche frente a nosotros, podía exponerlo a las ruindades de los otros. Martín devoraba a mi lado continuando las miraditas que iniciaron en la cocina y que a mí no me pasaban de noche pero casi, pues no sacaba de ellas nada en claro, como mal entendía también el juego cruzado que hacían con el olímpico desprecio del patrón, aquí sí muy en su despótico papel, hacia mi compañero.
Estábamos lejos de terminar la segunda botella de vino cuando a una especie de orden el migrante fallido procedió a despedirse. Intenté imitarlo, me contuvo, volteé confundido hacia el patrón, quien se apenó y agacho la mirada.
Al marcharnos no di de palos a Martín porque habría yo salido varias veces revolcado, pero estallé:
-¡Ya ni chingas, cabrón! ¡Vendiéndome por un pinche pollo y unas papás! 
- 0 -
Contada así la historia es justa y está medio muerta sin embargo, al no recoger lo que transcurría por dentro. Traigo a cambio el demencial momento en que recién llegado entré a casa de mis padres. Todo me resultaba pequeño, ruin, desolado, digno del olvido que la mínima justicia impedía, pues si algo había era un alboroto de cuerpos abiertos de par en par por terribles infortunios personales y sociales. Y con él, la riqueza humana que había sido incapaz de asimilar y estaba sin embargo en mis huesos.
Contaminado por la frivolidad del viajero moderno, olvidaba que no hay modo de aprender los kilómetros a miles pues, sabios, los sentidos y la mente son perezosos, y enceguecía  también acercándome a una cultura cuya base está en negar, propia del éxito.
En tales condiciones qué trabajo me costaba emular a Lumbardo el de la rifa del auto, organizando una más modesta aunque suficiente para poner pies en polvorosa de mi vida anterior -creía yo, y por ventura eso era imposible-.
Desde el más elegante de ellos, frecuentado por empresarios y políticos, una recién ex Miss Ciudad de México me sonreía. Fui a su mesa, preguntó si quería cenar, a lo soberbio respondí:
-Desde luego pero no será con el dinero que no tengo- y dijo:
-Espera- volteando hacia el vecino enfundado en un magnífico casimir inglés y zapatos con precio de cuatro cifras, a quien llevaba rato encandilando con la mirada. El tipo cambio de mesa, pedí todo lo más caro mientras ella le entornaba la pestaña y me acariciaba la pierna, y una vez satisfechos nosotros dos:
-Toma tu palmo de narices, mi ejecutivo rey.
Ese coctel yo fue el que subió al tren y gimoteó estación tras estación. Atrás dejaba o creía dejar mi historia, y gracias al cielo en el trayecto empezaba a volver como debía.

Una mañana en la General Electric
Cuando dos horas antes un tembloroso funcionario declaro inexistente nuestra huelga, el mundo alrededor de las dos plantas pareció vaciarse, dejando a solas con los demonios al centenar y medio que hacíamos guardia en nueve puertas.
Ahora por la calzada aparecía una mancha cargando palos, varillas y quién sabe si algo más, y el vacío se profundizaba. Lo hacía para ese centenar y medio y para los cuando menos dos mil quinientos trabajadores y trabajadoras, de los tres mil quinientos en total, que probaban estar con el movimiento y a quienes se había dado permiso para buscar ocupación momentánea.
La mancha se acercaba y no era temor lo que producía, sino coraje e impotencia. También en mí, presente allí no como creía deber, de enlace con obreros organizados un poco más allá, sino asumiendo cierto liderazgo.
La procesión de golpeadores era dirigida por un famoso matón y su guardia personal, con revólveres al cinto, y los demás esperaban les cumplieran la promesa de complacerse a palazos y patadas con los huelguistas. Si nadie les hacía frente el medio día sería muy aburrido, a menos que encontraran un pretexto. Mi compañero y yo servíamos perfectamente para eso y por primera vez en mucho tiempo dejé que el más antiguo conocido me tentara. Miedo, se llama. Me odié por reconocerlo mientras a un obrero le tenían sin cuidado pistolas y mazos y se les plantaba inventando que no había llaves. Entre codazos otros se acercaron para apoyarlo, mi compañero decidió alejarse prudentemente y me dije que no podía dejarlos así.
Antes debía hablar por teléfono y alcancé el único aparato en kilómetros a la redonda. Entonces descubrí que los golpeadores no venían solos. Al lado contrario había una extraordinaria reunión de camiones, patrullas, policías a caballo.
Llamé al abogado para consultarle, su respuesta fue previsible y di media vuelta.
Nunca antes ni después hice un paseo como aquel. Los del cerco me recibieron preparados a divertirse conmigo, el famoso tomó la culata de su arma y ante quines defendían la puerta aparecí como un cobarde.
-Denles las llaves. Por ahora no puede hacerse nada.
-¿Las llaves? Se perdieron –insistió campechanamente el que inició el asunto, sin voltear a mirarme.
-Entonces dejen que abran como puedan –dije y rompí ese momento mágico cuyo final no parecía importarle a él y ni al puñado de hombres a su lado.
Alejándome me sentí una basura y los de los palos echaron a correr detrás mío y de mi compañero, con el grito esperado:
-¡Agitadores!
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Aquél recibiría esa noche un imprevisto, imperioso llamado de su mujer desde otro país, y a solas al día siguiente hice el primer camino a la explanada donde resistiríamos, entre agentes "encubiertos" y falsos o reales guerrilleros que repartían propaganda.
No tengo duda: piensan que estamos derrotados y despertaron a fábricas por docena; basta un decidido golpe para atraerlas, convirtiendo el lugar en infierno para ellos. Los dos mil quinientos me creen y piden que les muestre el movimiento andando. Volteo a todas partes imaginariamente y sé: estoy tan solo como en mi cuna.
 
Recojo aquí mi envejecimiento en el mercado del amor y la carne, como le llamo con cierta injusticia, pues legítimamente todas y todos procuramos encontrarnos sin reservas allí donde pareciera posible solo entre dos. Pasión místico-carnal, se reconoce a una procura que nos fue negada y reclama con angustia al aproximarse nuestro último viaje.
Una parte de estas viñetas inicia o transcurre virtualmente. Por ello el nombre.


PASIÓN


Era con quien al fin cumplir el sueño y no sólo por su asombroso instinto sexual. El tiempo se emborrachaba en ella, trastabillando hacia adelante y atrás o sin moverse un milímetro, entonces infinito.
Como una cámara enfocaba, crecía y disminuía a capricho los trazos de la realidad, y vórtice absorbía el alrededor o lo contagiaba. No era raro que produjera temor o un irresistible apetito, y así oferta de eterno viaje en la pasión corrí tras ella apenas se me insinuó.
Los cercanos no entendieron mi maniática nostalgia luego de dejarla marchar y por pudor oculté los desbordes de la imaginación, consciente de cuán lejos habría ido de tenerla todavía.
Era ya por entero imposible cuando encontré el camino que pudo conducirnos a la plenitud durante el breve momento antes de que nos llevara el diablo. A seis mil kilómetros le envié el correo cuya respuesta me hizo temblar de calor y de frío:
"Sí, jugabas a poseernos hasta las últimas consecuencias hurgando en las sombras de la intimidad, las mías hechas de cumplidos rincones de deseo y las tuyas de fantasías. Y sí, ¿por qué la ira cuando a tu lado escapaba imaginariamente hacia otro, confesándolo? No te equivocas, de haber acompañado mi vuelo..."
Escribía sin emoción y me sentí como el único episodio que borró del pasado. No importa, si fui quien abrió las puertas para la verdadera apuesta, a la manera de éste y el resto de los días, a solas y no pues con el olor le robé el secreto, aquí anda, con sus fugas entre nuestros cuerpo a cuerpo, más mía.
-0-
Para entonces yo llevaba años en los cíber ambientes, y el mariposeo que anima fue perfecto para mi soledad. Revelarse y esconderse, de eso trataba el juego, allí y donde quiera, ¿no?
Robándole la vestidura al gran músico-poeta de todos los tiempos, bauticé como Autopista 61 a una red social. Subía y bajaba por allí horas enteras, construyendo un personaje. En una viñeta de los nueve blogs o cuadernos hoy a mi disposición, no sé cuánto di en el clavo y cuánto me justificaba: Uno se construye varias veces frente al espejo propio y ajeno, hasta que resulta irreconocible. Justo entonces empieza a ser cierto.


 
 
 

 

 El once ideal

Este Un largo viaje quiere ser ahora cuaderno y no más blog donde apuntar. Si lo consigue -como si necesitara gran cosa para lograrlo, jeje...