Cuelgo esto por ahí para que unos cuantos sepan cómo avanzo y opinen.
Les aburre ver tales y cuales viñetas repetidas en intentos previos o cuando hago videos. Las obvian y atienden al hilo. ¿Van donde deben, corté de más o de menos, merecen quedar?
¿Creo un ritmo y puedo controlarlo, si es el caso? ¿Tendría que intentarlo? ¿Acierto introduciendo humor sistemáticamente y al combinar tonos? Ojalá empezara ahora y, ni modo, arrastro lo hecho por años en cuadernos con distinta vocación.
Eleni Karaindrou musicaliza películas y ese es un arte mayor. Aquí van varias por la extensión. ¿Puede servirme de guía, pongamos, La eternidad y un día, cuyo aire me atrae desde el principio? ¿O tendría que pensar en álbumes? Mikys Thedoraquis y Dylan, a quienes tanto estimo, produjeron muchos y durante una larga carrera sujeta a vaivenes. ¿Combinarlos una vez que llegado al final? Porque así o asá las viñetas, crónicas y diarios son canciones.
Ah, mis chaquetas mentales, jeje.
Tengo una idea. Bueno, hasta dos.
F:jJf-
1963. Siluetas I
Rodrigo nació tres años después que yo y vino a esta ciudad siendo adulto. Si sus canciones corresponden a otra época, miran por primera vez críticamente mi realidad urbana, desde la nueva cultura musical iniciada en Cuba hacia el 1963 en que se sitúa esta historia.
Sirve entonces, combinándola con las originales estadounidenses aplaudidas entonces y sus malas copias mexicanas contemporáneas.
La
policía agitaba sin contemplaciones la alcancía de la noche, Padre
ordenaba cada mañana la muerte del hijo, las flácidas carnes de Mamá
lloraban de vergüenza frente al espejo, Ella era miel pura, sonreía como
una niña y me clavaba el puñal hasta la empuñadura, al compás de Los
rebeldes del rock.
Tengo
quince años y entro al último de los cursos preuniversitarios. En el
anterior desapareció el yo que pasaba el tiempo tentando las aristas de
nuestro mundo escolar, en el frontón, en el recoveco al fondo del campo
de futbol, los baños o cualquier espacio poco frecuentado donde me
aceptaban los rudos que probaban el carácter.
En
su lugar se hace presente un personaje en busca de reflectores. El
éxito es rotundo y allana tanto la vida que prometo ajustarme al modelo
para siempre. Aun así me toma por sorpresa el montaje de miradas y
risitas nerviosas dirigido a mí desde el rincón donde durante las
semanas de inicio los de primero, recién llegados al edificio, se
confinan en respeto a las jerarquías. Muchos metros de gentío me
separan del juego ese que, sin embargo, hecho con todas las de la ley no
tiene dudas de alcanzar su objetivo. Más temprano que tarde voltearé,
encontrarme no frente a frente a la jovencita más bella que creo haber
visto, sino según se debe: semiescondida entre el aleteo de sus
súbditas.
En
verdad puedo morir: se me abren las puertas a una princesa de estilo
clásico. Llega a la edad de enamorarse a la manera de la gente de bien,
pensando que ahí está el único hombre permitido mientras viva, con quien
compartir un idílico romance y luego un bien provisto hogar. Para
mí la vida ha sido muchas cosas y entre otras, dolor, que no merece
tratarse al paso. No decido si asomarme a través suyo o alejármele a
toda velocidad. Las vacaciones entre cursos antes de sacar partido de
las luminarias, ha sido una mañana tras otra de espanto ante el espejo.
Algo terriblemente oscuro aparecía en aquel rostro, deformándolo. Por
eso me agarro ahora a las miradas de los demás como a una droga, y esa
oferta de la princesita promete que todo andará bien de ahí hasta el
fin.
Andará
bien entre el desastre general. La frase suena gorda pero me parece
justa y el título de la historia viene de ahí. Cuando mucho después
descubra a un célebre director de cine, David Lynch, entenderé su obsesión por la
música popular
de estos tiempos, nacida en su país por primera vez para
los jóvenes. En la pobrísima modalidad nuestra hay un matiz nada
despreciable. Fuera de la docena de tonadas hechas en casa, al
traducirlas las melosas letras resultan perfectas tonterías.
Aunque
el premio mayor se disputa seriamente, creo que Siluetas lleva la
delantera. La voz de uno de los invariables remedos de cantantes dice
debatirse entre y la vida y la muerte, al descubrir tras una ventana las
sombras de una amartelada pareja en la que un ridículo coro denuncia la
traición. El tipo repite la historia para terminar descubriendo, ni más
ni menos, que equivocó la dirección del amor de sus amores. No importa
sin embargo el despropósito, pues la quejumbrosa melodía y las
apasionadas palabras sueltas dan de sobra para que los escuchas pongamos
el sobrante, salido de nuestras entrañas que buscan con desesperación
caricias y delirios imposibles de cumplir. Al menos entre las
crecientemente gruesas clases medias, sólo las más suicidas jovencitas
se atreven a prestar otra cosa que manos, bocas entrecerradas e
insinuaciones de pechos o muslos. Suicidas, he dicho, y de nuevo parece
un exceso y no lo es.
A
mis ojos nadie lo ejemplifica mejor que la hija de la peluquera del
barrio. Una mañana veo a quien fue una niñita disfrutar mi sonrojo
exhibiendo, antes que un par de espléndidos pechos, una sonrisa de reto e
invitación. Meses después el vecindario masculino pulula por la esquina
a la cual se abre el salón de belleza, desde donde la madre de ella se
asoma con un matamoscas. Al poco creo que la mujer se salió con la suya,
sólo para descubrirla a punto del infarto por el fracaso en deshacerse
del Rey, cuya presencia basta para alejar a los competidores. La señora
da inútiles voces, la pareja se cansa de escucharla y se aleja abrazada
por la cintura. Pasará un año para ver a la joven con un bulto en el
vientre, todavía envalentonada, y otro para que sus alardeos se vuelvan
triste mansedumbre, sentada en el escalón del negocio con la criatura y
vagos vestigios de sus encantos de cometa. Mientras, nuestras
baladitas languidecen, suspiros, chorritos de miel de maple, y a miles
las nudilleras, las botas, las cadenas, los bates y una que otra pistola
se disputan lo mismo una fiesta que una mirada.
Crónica interminable
Para lo esencial, Belarmo y yo buscamos al pueblo llano y al ir al pasado nos cuesta trabajo encontrarlo. Se registran reyes, princesas, guerreros majestuosos, y nunca, como advirtió un poema (https://introduccionalaproblematicahistorica.wordpress.com/2013/02/03/brecht-b-poema/), a campesinos, albañiles, simples soldados y quienes también aran y a su vez cocinan, cuidan niños, etc. y son objeto predilecto para cobrar cualquier cosa, vejándolas.
En tales circunstancias cuesta mucho dar con la negritudafricana.
-¿Hay otra?
-¿Y los millones llevados lejos por el tráfico esclavo?
Seguimos entonces al León el Africano que hacia 1492,justamente,fue expulsado de Granada, la tierra donde nacieron muchos antecesores suyos. Musulmán, atravesó desiertos hasta alcanzar Tombuctú.
Alguien no muy lejano
a él hizo otro tanto con no solo su persona. Cargaba doce mil
manuscritos que le servían de biblioteca y animó se creara una
universidad.
Les fue así descubierta una ciudad "edénica" y solo trataron con principales.
-No nos sirven -dice Belarmo tras el breve optimismo producto de Hila, una muchachita esclava. Era regalo dichoso, conforme a León. Los seres comunes y silvestres pasaban en sombras, a lo decorado, y eso enfureció a mí compañero quien niño vio a sus padres, abuela, hermanas, tratadas como tal. Ahora sale corriendo de allí, para no ponerme en riesgo con sus reacciones.
Ello
mismo lo hace enamorarse del Negro del Victoria, que casi al mismo
tiempo encontramos hacia 1900, merced a un gran escritor y marino.
La
escena a continuación transcurre entre el registro de tripulantes:
"Un
negro en el alcázar de un barco británico es un ser solitario (...)
"-¡Wait! -gritó una voz llena y retonante. Todos se detuvieron (...) Apareció una alta silueta de pie sobre la batahola. "Descendió
abriéndose camino entre la tripulación; sus pasos se encaminaron hacia
la linterna del alcazar (...) Era alto, la cabeza se perdía entre la
sombra que proyectaban las embarcaciones. Lució la blancura de sus
dientes y de sus ojos, pero no pudo verse el rostro. Las manos grandes
parecían enguantadas (...) "El
grumete, estupefacto como todos, levantó la linterna (...): era negro.
Un rumor asombrado (...) corrió a lo largo de la cubierta y se perdió en
la noche. "Pero él pareció no oír nada. Se plantó en su sitio, marcando un tiempo con gesto rítmico (...) "El
negro se mostraba sereno, frío, dominador, soberbio. Los hombres se
habían aproximado y permanecían tras él en masa compacta. Pero les
pasaba a todos media cabeza. "-Soy del barco -dijo. "Pronunciaba
claramente, con dulce precisión. Los acentos profundos y brillantes de
su voz recorrieron el puente sin esfuerzo. Era naturalmente desdeñoso,
condescenciente, sin afectación, como hombre que (...) hubiese medido la
inmensidad de la locura y tomado el partido de ser indulgente." -¿Te
imaginas el momento, nieto? No para los demás. Me refiero a él, cósmicamente solo desde que lo apresaron, ¿dónde?
-¿Sería yoruba, pueblo predilecto para los traficantes de hombres, mujeres y niños?
Primer mapa europeo sobre África. 1554.
Que el África Negra se narre por sí misma en artes plásticas y música. Con los yoruba no podemos ir lejos temporalmente, dicen, si hablamos de tallas pues su material es madera.
Busco en nuestro mejor, voluminoso libro, publicado hacia 1955 por artistas europeos muy prestigiosos. No avanzamos nada al compararnos con el subcontinente subsahariano, declaran.
En música mis oídos no encuentran par tampoco, dispersa por mil lados: Brasil, las Antillas, esos
¿Debe renunciarse, entonces, a encontrar personajes con nombre?
El Sostén del Cielo y sus cenizas
En 1763 el jefe
Pontiac y sus médicos-profetas recibían el mensaje del Amo de la Vida y lo
lanzaban al viento: los blancos no son huéspedes de un momento; han llegado
para hacerse amos de todo y es preciso liquidarlos. Pero veinte años después
sus palabras no habían alcanzado el nuevo reto que se abría a la colonización. Qué de extraño. El de los indios de
Norteamérica es un mundo. Un mundo de leyes particulares, con su par de
continentes separados por el río Mississippi, y sus países a montones.
Pontiac había hablado
desde la nación de los Ottawas, hacia los Grandes Lagos donde se fijaría la
frontera de Canadá. Allí donde mucho después la memoria aseguraría que el
primero de los hombres debió vencer a gigantes y magos, al espíritu de la noche
y a una corte de demonios, duendes, brujas y caníbales. Lo aseguraría sin
saberlo a lo cierto, pues pasada la mesiánica rebelión no quedaría siquiera lo
suficiente para crear una reserva y las viejas leyendas serían una confusión de
estampas desdibujadas por los años y de exóticas interpretaciones blancas. De
qué manera saber así, por ejemplo, cómo era en verdad Gran Conejo, su magia y
los prodigios de los espesos bosques que recorría a saltos de kilómetro.
En todo caso el país de Pontiac, a pesar
de su vida aldeana y sus campos de maíz, comunes al conjunto de los pueblos al
Este del Mississippi, estaba a una gran distancia física y mental de las
naciones cerca de las cuales crecería Taylor. En particular, de los últimos
hijos naturales de los Apalaches, los cheroquies, que habían sido amos de los
enormes territorios que caen a un lado y a otro de esas montañas. Una nación
que descendía de la gran cultura que cuatro siglos antes de la llegada de los
europeos había florecido en los campos del sudeste: la de centros de incipiente
vida urbana, con sus plazas, sus templos ceremoniales y sus residencias para
las elites, en torno de los cuales se desgranaban las aldeas y las huertas
irrigadas.
A diferencia de la mayoría de los pueblos
de Este medio norteamericano, ellos apenas hacia mediados del siglo XVIII
habían enfrentado el gran choque con los extraños. Eran extraños absolutos, no
comparables ni con los nómadas del país fantasma, la Tierra de Sombras del
Oeste, justo tras el sagrado Mississippi, que según una leyenda descendían de
la tribu que se negó a seguir los consejos del dios fundador vuelto hombre y no
conocían el cultivo de las plantas, los secretos de los cestos o el favor de
las plegarias.
Los otros, cósmicos forasteros venían de
más lejos todavía que el Galun´lati, el confín al cual fue expulsado Uktena, el
monstruo del agua, haciendo vacilar las historias de los ancianos. Pero los
cheroquies trataron con los blancos y buscaron sacar partido de la situación,
vendiéndoles los derechos de una buena parte de sus campos. ¿Por qué no si a
pesar de la constancia secular de su vida aldeana, de sus cultos y divisiones
del trabajo, igual o mejor que cualquier otro pueblo indio se acostumbraron a
los continuos e imprevisibles reacomodos de un mundo donde la vida sedentaria
se ensanchaba o estrechaba de súbito y las migraciones eran un fenómeno
estructural?
Cerca de los años mil ochocientos no sólo
cedían las tierras de Tennesse y Kentucky, cuya administración se encargaba a
Taylor padre, y sellaban pactos con los recién llegados. Atendían a sus
pastores de almas, tomaban su alfabeto para darse una lengua escrita, hacían
alianzas matrimoniales con ellos y abrían espacios para la plena propiedad
privada que, en unos cuantos radicales casos, permitían crear estancias
trabajadas por esclavos negros.
¿Había pecado en ello? ¿Olvidarían de ese
modo que todo comenzó cuando la tierra se desprendió de las cuerdas de cuero
pendientes de los costados del cielo y las enormes alas de un animal salido de
las aguas donde la vida se había refugiado, crearon como sin querer, del lodo,
las montañas maravillosas reservadas para ellos? ¿Renunciarían al sol concebido
como mujer, al consejo de los sueños, al parentesco con Abuelo Águila y Abuela
Araña, al conocimiento de Hombre Pequeño, capaz de transformar a los hombres en
serpientes, de mover estrellas, de atemperar la luz o los vientos?
El hecho es que menos
de cien años después no pueblan ya las ricas tierras aquéllas y no viven en
pacíficos asentamientos agrícolas, sino en la América Árida a un lado y otro
del Bravo, la región más lóbrega del País de Sombras del Oeste, y se
especializan en feroces incursiones contra los blancos.
Una cuadra más acá no sería el mismo
Mi
casa estaba al pie de la avenida rematada en la esquina donde no era ya
campo, sino pelea entre los llanos vírgenes, las huertas, los maizales y
la nueva vocación de orillas de la ciudad, presente en el tiradero de
materiales de construcción, la ladrillera, su miserable, hosco
vecindario y la promesa de futuro vacilando en lo alto.
Con
el trajín de los camiones de pasajeros, los siglos a montones del
centro urbano resultaban un eco tanto más lejano cuanto más desaparecían
los lotes baldíos. Para quienes vivían fraccionamiento adentro, eso era
verdad sin tacha y así sin ojos. Para los de la avenida, no. Tras un
premeditado vacío descubríamos un barrio antiguo que se montaba sobre
los restos de un pueblo cuyos orígenes no podían precisarse en el
tiempo. Invitación irresistible, nuestros paseos por allí descubrían con
azoro una calzada de proporciones dos veces mayores que las orondas de
la modernidad.
En
claustro, los amigos de las calles traseras sucumbían al resentimiento
de sus padres por mil ofensas reales o ficticias, que los condenaban a
perpetuar lo más oscuro del país. Los de la avenida enloqueceríamos o
saldríamos corriendo, o ambas cosas.
Sí, me niego a nombrar, a la convocación de los lugares comunes y las clases de historia.
-0-
Eso yo que quiere introducirlos al diario asesinato del deseo, como llamó a la batalla por la vida cotidiana, hasta aquí entró prudentemente, para irnos acostumbrado. Luego lo hará desbordándose.
Andar
El carrín, según se dice en
estos lugares a diez mil kilómetros de nuestra ciudad, es de Encarna, la
entrañable peluquera. Lo maneja su adorado Marcelo, minero que se hizo mil usos
de la albañilería, y en los asientos traseros voy con el Roxu, pequeño y
rubicundo, cuyo brazo izquierdo vacila en el recuerdo o la imaginación desde la
voladura de una pared rocosa en los pozos de hulla que a los catorce
años el abuelo hizo su hogar.
Subiendo
las montañas una
penosa curva tras otra el motor tose justo como un minero silicoso, y la
densa niebla alrededor contra los grises macizos de los Picos de
Europa es melancólica dulzura transmitida por los ojos y comentarios del
Roxu.
-Qué hermoso ye estu –dice en
la tierna habla regional, donde por contraste todo es a tajos, a palabras
gruesas, en un volumen brutal para oídos de extraños.
Vamos tras el rastro de
Belarmo un poco contra mi voluntad pues tengo la cabeza llena de historias
sobre los del llano y del monte, sucedidas tras la marcha de él.
Kilómetros atrás pasamos el
pueblo de José Mata y Pepe Llagos. Al primero lo busqué antes de venir aquí.
Vive en otro país, jubilado por la mina donde trabajo desde 1948, fecha de su
rocambolesca fuga con un centenar de socialistas de ambos sexos, que el abuelo
contribuyó a organizar. Allí me contó la historia de los fugaos; de
quienes por miles se echaron a las montañas para escapar a las siniestras
columnas que tomaban ese último bastión de la defensa de un sueño.
Todo dijo a la grabadora por la
confianza en mi familia, y mucho pidió callar pues las heridas no cerrarían
jamás.
Luego encontré a Llagos en la
aldea de la cual no salió. Tenía dieciséis años cuando la derrota y la
escuetísima experiencia política no le impidió encargarse de lo que nadie más
podía: los restos de su organización política en la cuenca del río cuyo curso
seguimos ahora. Pasarán tres décadas para que conozca a un hombre más roto que
él, el de La piedra, de quien hablaré después.
Pausa
-¿Por qué hablo yo y el viaje es con mi abuelo? -pregunto a la Corte.
Sus integrantes voltean a mirarse.
-¿Los represento o utilizo? -continuó y desaparecen. No tienen tiempo, han vuelto al día a día, incluido Belarmo.
Busco una viñeta.
Un
nombre, sólo eso tengo: Teresa. No sé incluso si te veo, a tus ocho
años justos en la aldea a tiro de piedra del mar tempestuoso, donde
crecerá tu nieto y abuelo mío. Hay por allí macizos de álamos, abedules,
castaños, "cónicos húmeros”, campos de trigo y maizales, pero no donde
tú, niña, que andas a cielo abierto, los pies eternamente mojados por la
esa sí “tupida hierba fresca, jugosa, oscura, aterciopelada”. ¿Juegas
camino a la leche que los vecinos te dan para llevar a la ciudad, según
figuro? Casi puedo tocarte y ni eso preciso. Tampoco tu cuerpo que
huele y sabe a lo que no descubriré jamás, tan una pregunta como tu
andar, el modo en que te abres a la sonrisa o tu rostro, de piedra, se
resiste a ella, o en el que tus brazos se extienden y recogen o te
llevas la mano al cabello húmedo por la lluvia menuda y sin descanso. Eso,
de agua y tierra te compones doscientos años antes que yo, sustancia
por entero distinta a cuantas topo en mi realidad a un océano de
distancia, no menos ancho y ajeno para un mortal que "el giratorio curso
de los cielos". Te
miro y no consigo dibujarte ni a lo incierto, presencia indiscutible
que no hay modo de atrapar, cuando no te caben en la cabeza, y por lo
tanto no existen, no lo harán nunca, quizás, Cándida, tu hija, ni el
hombre a quien persigo posiblemente con la misma falta de fortuna, y
menos, claro, el yo que en la silla se borra tal si le pasarán una goma
encima.
Después voy por otro de esos pequeños textos con que creo darme a entender.
No
tenemos idea de cómo luce James Kelley, cuál es su timbre de voz, su andar, su carácter,
o lo que circula por su cabeza. Y sin embargo lo sabemos ahí, ahí sin dudas,
ahora por las cercanías de Corpus Christy. Escuchamos sus botas trabajando contra el
piso arenoso, el viento salado que sopla sobre su rostro, el vuelo de las
gaviotas y los buitres en sus ojos, y casi percibimos su rancio olor. ¿Cómo
experimenta el mareo de la libertad sin límites recién adquirida? Los días no
tienen obligaciones y las posibilidades de futuro son infinitas e
imprevisibles.
De
guiarse por la tierra debe seguir el curso del Nueces a lo largo de la orilla
norte, donde se abre un camino hecho por la costumbre. Las jornadas de posible soledad
y de seguro penetrante frío nocturno forzosamente son un martirio, que el
alimento no alivia ya que el irlandés no tiene forma de descubrir la salvación, como los indios nómadas de
Cabeza de Vaca, tras la agresiva envoltura de las tunas, en las raíces o en las
pequeñas criaturas que reptan entre las piedras.
¿Cómo es
su universo interno, con miles días y de noches acumulados?
Imaginemos, por ejemplo, unos cuantos minutos de una mañana cuando tenía dos
años de edad. Las paredes, el techo, el piso, todo en el modestísimo hogar de
la familia huele a una tierra que, como cualquier otra, despide perfumes y
tiene tonos y calidades sólo suyos. Las tres o cuatro sillas y la mesa de
madera que hay allí, con las historias privadas que relatan sus cicatrices,
están tan dentro de él como el padre, la madre, la media docena de hermanos y
hermanas. Mira a la más pequeña que duerme, luego al triángulo de luz viscosa
de la media mañana estirándose desde el hueco de la puerta abierta, al pie de
la cual descubre una vara que lo hipnotiza.
Mientras cumple la decena de
pasos que lo separan de ella, cae girando, remisa, en el aire, una hoja, el reflejo
de la punta de un cuchillo estalla en sus ojos, la nariz se queja por un
granillo de tierra, el rabillo del ojo descubre el reptar apurado de una araña,
canta un mirlo, un mirlo y no un pájaro a secas, cuyo trino para el pequeño
James no delata todavía a un ser concreto y es un trozo más de eso
inconmensurable de lo cual él también forma parte. Alcanza el cuadro de la
puerta, se agacha para tomar la vara, que se escapa en una mano venida de la
nada y que enseguida descubre a la muchacha en la cual se remata y su gesto
socarrón, divertido con el efecto que produce en él, en el niño, quien continúa
sus lecciones sobre el mundo en disputa. Ella se da la vuelta con un aire
triunfal coronado por el vuelo de su cabello largo y castaño, que es un acto de
encantamiento al cual por años quedará sometido él. ¿Dónde están en 1846 para
Kelley la hermana que duerme, la tierra, el triángulo de luz, el canto del
mirlo, la vara, la cabellera que se agita? ¿Cómo andan en él el padre y la
madre, la obligada mujer y los obligados hijos e hijas de sus treinta años de
edad, si viven todavía?
Arduo día a día para el linaje de la mujer y el
hombre pequeños que así son y así se concebían pues sólo así el balance del
cosmos se conserva, como ellos en sus padres y madres, tras quienes se pierden,
uno y una tras otro y otra, por siglos y más siglos, sosteniendo con cada acto,
pequeño, forzozamente, el mundo entero, su cadena, rota si alguno falla.
Ausente el abuelo, aprovecho para leer dos páginas que alguien entendido escribió al estudiar a Abū ‘Alī al-Husayn ibn ‘Abd Allāh ibn Sĩnã, conocido en Occidente como Avicena, médico, filosofo, polímata, "príncipe de los sabios", o "tercer Maestro, después de Aristóteles y Al-Farabi".
Ya está, se acabó el mito occidental. Mil cosas sucedieron antes de que Europa expropiara para sí la antigüedad mediterránea, a su vez falsamente declarada única y por tanto distinta al anchuroso, prodigo corredor entre el mundo persa y la región hindú.
-¿Y eso a quién importa? -dice mi mentor, que regresa.